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Crónicas al Voleo

El inventor de Las Vegas

El inventor de Las Vegas

Por Germán Tinti

 

Antonio Armijo enfrentó, en 1829, el temible desierto al frente de una caravana de comerciantes que se dirigían desde Los Ángeles a Santa Fe, en el actual Estado de Nuevo México. Eran (son) casi 1.500 km atravesando una de las geografías más inhóspitas de los Estados Unidos. Una travesía reservada, allá en la primera mitad del Siglo XIX, para temerarios y ambiciosos. O desesperados.

Por entonces, California, Nuevo México y Texas eran provincias mexicanas, heredadas luego que el país azteca se independizara de España pocos años antes. Era una zona poco habitada, de escaso desarrollo, y todavía faltaban un par de décadas para que Estados Unidos pusiera sus ojos en el lejano Oeste y se lo arrebatara a México.

Buscando un atajo en su larga travesía, Armijo se topó con un verdadero oasis en  medio del desierto. Vega es el nombre que la geografía le ha dado a este tipo de llanuras pasibles de ser inundadas por alguna corriente fluvial cercana. En este caso, un tributario del río Colorado (el de ellos, claro). Armijo lo anotó en su bitácora como “Las Vegas” y ese nombre quedó. El comerciante nacido en Cantabria lo imaginó como una muy buena posta en el difícil camino a Santa Fe. No tenía forma de imaginarse lo que vendría.

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Ya en la década de 1920, «Bugsy» era un conocido -y buscado- delincuente.

Distinta fue la visión de Benjamin “Bugsy” Siegel poco más de un siglo después. Emigrado a las apuradas de Nueva York, había crecido en las calles de “La Cocina del Infierno” en el Midtown Manhatan. Allí conoció en la adolescencia a Meyer Lansky y a Salvatore Lucania (después conocido como Lucky Luciano), con quienes trabó una larga y sangrienta sociedad.

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Meyer Lansky, uno de los peligrosos socios de Bugsy a la hora de sus «negocios».

Desde principios de la década de 1930, Bugsy hacía periódicos viajes a la Costa Oeste. La industria del cine abría un verdadero abanico de negocios que los muchachos de Manhattan querían aprovechar. El tráfico de drogas, las apuestas, la prostitución y el control del sindicato de extras se convirtieron en fuentes de ingresos fabulosos para esta sociedad de gangsters. Fue durante una de esas travesías de costa a costa en la que Siegel tuvo una idea alocada, una verdadera epifanía. Las Vegas era un pueblo de carretera de apenas una decena de manzanas, algunos comercios y un solo hotel. Para cualquiera hubiera sido descabellado realizar allí una importante inversión dedicada al entretenimiento. Pues bien, ese descabellado era Bugsy. Dos datos fundamentaron los planes de Siegel: la legalización del juego en el Estado de Nevada y la construcción de la monumental represa Hoover. Las Vegas proponía negocios y Bugsy quería estar entre los primeros.

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Así era Las Vegas, antes de Bugsy Siegel.

 

Ya radicado en la costa Oeste, huyendo de enemigos poderosos y sanguinarios que supo hacerse al otro lado del continente, Benjamín llevaba una vida de película. Fachero y encantador, compró una mansión en Beverly Hills que sirvió de sede para su red de prostitutas de lujo que también aspiraban a brillar en la pantalla de plata. Se codeó con todas las estrellas del momento. Jean Harlow, Clark Gable, Gary Cooper, Cary Grant, Lana Turner e inclusive un joven Frank Sinatra –entre otros– compartieron opulentas fiestas brindadas por el mafioso.

Entre apriete a ejecutivos del cine, apostadores lentos para pagar sus deudas y funcionarios oficiales aficionados al cariño pago, uno que otro asesinato y varios embarques de las drogas favoritas de la farándula, Bugsy maceraba su proyecto en Las Vegas: un fantástico hotel con casino y todo tipo de atracciones artísticas.

Mientras tanto tuvo tiempo de seducir a la Condesa Dorothy Taylor de Fragosso, viajar a Italia e intentar venderle armas al mismísimo Benito Mussolini.

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Lucky Luciano, amigo, socio y aportista para el Hotel Casino Flamingo.

Para su proyecto hotelero hacía falta plata. Él tenía algo, pero debió recurrir a sus socios. El más generoso fue Lucky Luciano, quien –radicado en Nápoles– le envió cantidades industriales de mármol de Carrara y aportó un millón de dólares cash.

Bugsy era bueno para andar de caño, pero muy torpe con la plata. Siempre la gastó a lo pavote y pagó precios absurdamente altos por los materiales para la construcción de un hotel en medio del desierto en épocas de marcada escasez a causa de que era 1944 y Estados Unidos estaba enfrascado en la Segunda Guerra Mundial. Dos años después y a un costo de casi cinco millones de dólares más de lo previsto inicialmente, por fin en la Navidad de 1946 inauguró (un poco a las apuradas, pues solamente se había completado la construcción del casino y una parte del hotel) el mítico Flamingo. Al estreno estaban invitadas las principales figuras del mundo artístico de Hollywood. Pero una impresionante tormenta eléctrica dejó casi vacíos los lujosos salones.

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El Flamingo abría sus puertas e inauguraba un nuevo tiempo para la ciudad.

Para construir su sueño, Benjamin Siegel le había pedido prestada guita a la flor y la nata de la mafia norteamericana. Los primeros pasos del Flamingo no le daban a los acreedores ninguna certeza de recuperar su inversión ni a corto ni a mediano plazo. En una reunión en La Habana, los representantes de las principales familias sellaron la suerte de Bugsy.

La noche del 20 de junio de 1947, Siegel estaba repatingado en su sofá preferido, frente al enorme ventanal de su mansión de Beverly Hills, y se disponía a leer la edición vespertina de Los Ángeles Times. Pero no llegó a abrir el diario. Tampoco debe haber escuchado ninguno de los cerca de 15 disparos que le propinaron dos matones contratados para la ocasión.

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Crónica de una muerte tan violenta como anunciada.

Casi nadie fue a su sepelio. De repente su nombre era mala palabra. Él, que había brillado en los más codiciados salones hollywoodenses, que se había codeado con las más importantes estrellas cinematográficas del momento, que manejó autos de lujo y brillaba con luz propia allí donde iba, tuvo un funeral desolador. Tenía poco más de 40 años.

Bugsy no pudo ver su gran sueño hecho realidad. Pasaron algunos años hasta que Las Vegas se convirtió en la meca del entretenimiento que es hoy. Siegel fue un asesino, un extorsionador y un tipo de lo peor, pero también fue el primero en ver a ese punto en medio del desierto como un posible polo de entretenimientos y negocios, legales e ilegales. Después del Flamingo llegaron las luces, los impactantes hoteles, las réplicas de la Torre Eiffel o la Estatua de la Libertad, o de las pirámides egipcias, o del palacio del César, o de todo aquello que pudiera imaginar un emprendedor con los recursos necesarios.

Hoy Las Vegas parece haber olvidado a Bugsy. No es que no haya más mafias, pero las actuales operan de manera distinta y no rinde tributo a sus viejos héroes.

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