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Crónicas al Voleo

El primer gran estafador de Nueva York

La increíble historia del hombre que vendió una y cien veces el Puente de Brooklin.
Por Germán Tinti

Por algún motivo que no nos vamos a detener a analizar (porque tal vez sería material de estudio de la psicología), en este espacio nos hemos ocupado de manera reiterada de estafadores, embaucadores, simuladores y farabutes de calaña diversa. Así, hemos abordado la historia de Víctor Lustig, que vendió un par de veces al Torre Eiffel. También nos hemos referido al falso futbolista Henrique Raposo, que –a pesar de no haber pateado una pelota jamás en su vida– hizo “carrera profesional” en varios equipos importantes de Brasil y llegó a “jugar” en el calcio italiano. También desfilaron por esta sección de Alta Gracia Noticias el argentino que se afanó la Gioconda, el tipo que vende lotes en la luna y un españolito cara de bebé que quiso jugar en las grandes ligas de la política ibérica a fuerza de hacerse pasar por lo que no era.

No pretendemos ofrecer una versión romántica de las actividades delictivas, pero con la perspectiva que otorga el tiempo vemos que estas historias se salen del molde y se convierten en materia prima para guionistas y novelistas. Algunas han llegado a las pantallas, otras esperan su ocasión.

En este listado debemos incluir a George C. Parker, un  neoyorquino descendiente de irlandeses, miembro de una familia numerosa, que el 24 de mayo de 1883, con flamantes 23 años, concurrió junto a otros miles de habitantes de la populosa ciudad (todavía no había sido bautizada como “la gran manzana”) a presenciar la inauguración del magnífico puente de Brooklin, la vía que se extiende sobre el East River uniendo las islas de Manhattan y Long Island.

Negocios de fin de siglo

George hizo, junto a una multitud, la caminata de casi dos kilómetros detrás del Presidente Chester Arthur, el Gobernador estatal Grover Cleveland y Emily Warren Roebling, la mujer que dirigió la etapa final de la construcción del puente (hablemos de empoderamiento). Tal vez fue en ese momento que comenzó a pergeñar la posibilidad de hacer negocios con esta obra de la ingeniería moderna. Miraba el rostro de quienes caminaban junto a él ese día de primavera y la fascinación que expresaban le hacían pensar que esa gente, si pudiera, se comprarían el puente.

Desde la finalización de la Guerra de Secesión, casi 20 años antes, Estados Unidos experimentaba un sostenido crecimiento económico. La “conquista del Oeste”, la extensión del ferrocarril desde un océano a otro, la explotación del oro y la posibilidad de acceder a tierras productivas con cierta facilidad atraían a millones de migrantes que ingresaban al país por el puerto de Nueva York. La ciudad explotaba de gente de decenas de nacionalidades, muchos de ellos con dinero en el bolsillo y la idea de hacer negocios fáciles y redituables. George C. Parker decidió encontrarlos y esquilmarlos.

Por lo demás, se acercaba el final del siglo y se sabe que estas vísperas ponen a la humanidad más crédula y vulnerable. Recodemos que los que tenemos bastante más de 40, a mediados de la década de 1980 creíamos que en el 2000 íbamos a tener autos voladores y colonizar marte. Y más vale no acordarse de la gran estafa global de Y2K.

Tengo algo que podría interesarle

Lo cierto es que Parker comenzó a codearse con nuevos ricos, gente codiciosa y con deseo de acrecentar su fortuna con facilidad. Se hacía pasar por el arquitecto que había construido el icónico puente y que tenía a su cargo la explotación del mismo, pero como su deseo era consagrar su vida a la arquitectura, había decidido vender sus derechos.

Si bien al principio prácticamente no picaba nadie, George fue puliendo su estrategia y así comenzaron a caer. Era una persona entradora, de trato afable y nunca abordaba a sus víctimas en forma directa con su estafa. Se ganaba su confianza y, como al descuido, hacía ver el fabuloso negocio que significaría cobrar a cada transeúnte o automovilista que pretendiera utilizar el puente.

Cuando la conversación llegaba a ese punto no había vuelta atrás, el incauto había caído en la trampa y Parker tenía su negocio prácticamente abrochado. En reuniones posteriores entregaba al comprador  un título de propiedad y se firmaba un contrato de compraventa.  Todo era, a simple vista, auténtico y legal. El trato estaba listo y era el momento en que Parker debía esfumarse por un tiempo, que nunca era demasiado largo. Porque la técnica se fue perfeccionando y George llegó a vender el puente dos veces por semana… durante más de 40 años.

Algunos deslices

En algunas ocasiones debió enfrentar denuncias que lo llevaron a dormir algunas semanas en un calabozo, pero siempre era considerado un estafador de poca monta y sus estadías en gayola era breves. Incluso una ocasión fue condenado por haber pagado una cuenta de 150 dólares con un cheque sin fondos. Fue cuando una vez trasladado del juzgado a la comisaría, allí se robó el sobretodo y el sombrero de un inspector y abandonó la repartición por la puerta principal, sin que nadie atinara a impedirlo.

Y cuando recuperaba la libertad mejoraba su estrategia un poco más. Realizaba visitas guiadas por las diversas partes del puente, aconsejaba sobre los lugares más adecuados para instalar casillas de peaje y las oficinas en las que guardarían la fabulosa cantidad de dinero que recaudarían. Varios de los “inversores” se anoticiaron de que habían sido estafados cuando la policía se presentaba para detener la construcción de las casetas de peaje.

Camino a Sing Sing

Su natural instinto le permitió advertir tempranamente que además de la codicia, la vanidad era el motor que impulsaba a estos personajes. Su afán de figuración social nublaba su visión para los negocios y se dejaban engatusar por una persona de buena labia y sonrisa encantadora. Por eso, además de la ya rutinaria venta del puente de Brooklyn, Parker decidió “ampliar el negocio” y agregar a sus ofertas otros grandes monumentos y edificios icónicos de Nueva York, tales como el Madison Square Garden, el Museo Metropolitano de Arte, la Estatua de la Libertad e incluso el mausoleo del General Ulysses S. Grant, héroe de la guerra civil.

Al parecer, con los años Parker fue perdiendo reflejos y en 1928 fue detenido por última vez. Tenía 68 años y ya no era el mismo. Fue condenado a cadena perpetua en el tristemente célebre penal de Sing Sing. Allí murió ocho años después, gozando de un prestigio inigualable entre sus compañeros de condena. Internos y guardias lo consideraban un héroe y pasó sus últimos días repitiendo una y mil veces sus anécdotas ante un fascinado auditorio de hampones y vigilantes.

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