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El último partido de Rosendo Bottaro

De Alejandro Dolina

 

Había jugado muchos años en primera. Ahora, los muchachos lo habían convencido para que integrara un cuadro de barrio en un torneo nocturno.

Con usted Bottaro no podemos perder

Bottaro no era un pibe, pero tenía clase. Confiaba en su toque, en su gambeta corta, en su tiro certero.

Su aparición en la cancha mereció algún comentario erudito:

Ese es Bottaro, el que jugó en Ferro, o en Lanús…

Se permitió el lujo de unos malabarismos truncos antes de empezar el partido.

La noche era oscura y fría. Las tristes luces de la cancha de Urquiza dejaban amplias llanuras de tinieblas donde los wines hacían maniobras invisibles.

En la primera jugada, Bottaro comprendió que estaba viejo. Llegó tarde, y él sabía que la tardanza es lo que denuncia a los mediocres: los cracks llegan a tiempo o no se arriesgan.

Pero no se achicó. Fue a buscar juego más atrás y no tuvo suerte. Se mezcló con los delanteros buscando algún cabezazo y la pelota volaba siempre alto.

Apeló a su pasta de organizador: gritó con firmeza pidiendo calma o preanunciando jugadas, pero sus vaticinios no se cumplieron. Ya en el segundo tiempo, dejó pasar magistralmente una pelota entre sus piernas pero el que lo acompañaba no entendió la agudeza.

Después se sintió cansado. Oyó algunas burlas desde la escasa tribuna. En los últimos minutos no se vio. A decir verdad, cuando terminó el partido, ya no estaba. Lo buscaron para que devolviera su camiseta, pero el hombre había desaparecido. Algunos pensaron que se había extraviado en las sombras del lateral derecho.

Esa noche, unos chicos que vendían caramelos en la estación vieron pasar por el caminito de carbonilla a un hombre canoso vestido con casaca roja y pantalón corto.

Dicen que iba llorando.

Los Refutadores de Leyendas definen el fútbol como un juego en que veintidós sujetos corren tras de una pelota. La frase, ya clásica, no dice mucho sobre el fútbol, pero deschava sin piedad a quien la formula. El mismo criterio permite afirmar que las novelas de Flaubert son una astuta combinación de papel y tinta. ¡Líbrenos Dios de percibir el mundo con este simple cinismo!

El fútbol es -yo también lo creo- el juego perfecto.

Hoy que el destino ha querido hacernos campeones mundiales, conviene decirlo apasionadamente.

Lejos de las metáforas oficiales que nos invitan a seguir el ejemplo de nuestros futbolistas para encontrar el destino nacional, yo apenas cumplo con homenajear a Bottaro, a Ferrarotti, a Luciano, a los miles de pioneros atorrantes que impartieron una ética, una estética, tal vez una cultura, cuyo inapelable resultado son los goles superiores, memorables, excelentísimos de Diego Maradona.

Publicado originalmente en la revista Humor y recopilado en Crónicas del Ángel Gris de Ediciones de la Urraca – 1988.

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