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La apuesta de Salvador Dalí y Cusí, escribano de Figueras

Salvador Dalí junto a su padre y a su hermana

Por Luis E. Altamira

Salvador Dalí y Cusí, el escribano de Figueras -padre del que sería el pintor español más importante del siglo XX después de Picasso-, no quería que su hijo se dedicara a la pintura. “Nosotros, sus padres –escribió en una oportunidad–, sabíamos las amarguras, los pesares y la desesperación que están reservadas a los que no alcanzan en el arte la preeminencia  que logran tan solo los verdaderos héroes, venciendo todos los obstáculos y reveses”. Pero al terminar su hijo el bachillerato, era también conciente de que la profesión de pintor era la única por la que éste sentía verdadera vocación; y, sabedor de la “pereza intelectual que padecía cuando se le apartaba del círculo de sus predilecciones”, decidió destinar una parte de sus no desahogados ingresos para solventar sus estudios en el profesorado de pintura de la Academia de San Fernando de Madrid.

Hacia allá fueron padre e hijo, acompañados por Ana María, la hermana de este último. El examen de ingreso consistía en reproducir a lápiz, lo más fielmente posible, una obra de arte en un plazo de seis días. A Salvador le tocó un Baco de Jacobo Sansovino. Su trabajo marchaba bien hasta que al tercer día, el portero de la entidad (con quién el padre solía dialogar en el patio de la academia, mientras aguardaba impacientemente la salida de su hijo) le comunicó al escribano que, pese a los méritos, el dibujo era demasiado pequeño para las dimensiones requeridas. “Mi padre estuvo fuera de sí desde aquel momento –contó años más tarde el pintor-. No sabía qué aconsejarme: que empezara de nuevo el dibujo o lo terminara lo mejor posible con su tamaño actual”.

Esa tarde, mientras se encontraban viendo una película, el escribano de Figueras hizo volver las cabezas de todos en el cine, exclamando imprevistamente: “¿Te verás con ánimos para empezar de nuevo?”. Y, tras un largo silencio: “¡Te quedan tres días!”. “Yo encontraba cierto placer en atormentarlo –prosigue Dalí-; pero empezaba también a sentir el contagio de su angustia y veía que el asunto se ponía serio”.

El padre de Dalí, por Dalí
El padre de Dalí, por Dalí

Al día siguiente, el muchachito borró completamente el dibujo, sin vacilar un instante. Pero cuando cayó en cuenta que sus compañeros de examen ya empezaban a retocar las sombras, quedó paralizado de miedo al sopesar el poco tiempo que le quedaba. “Miré el reloj con angustia -nos cuenta Salvador-. Solo el borrar me había tomado ya media hora. Empecé, pues, ansiosamente mi nueva figura, procurando esta vez tomar las medidas de modo que tuviera las dimensiones que las condiciones requerían. Pero hice con tal torpeza estas operaciones preliminares que al final de la sesión tuve que borrarlo todo nuevamente. Cuando terminé ese día, mi padre vio en la palidez de mi rostro que las cosas no marchaban bien. (…) Dijo: ´Ahora te quedan dos días. Debí aconsejarte que no borraras el primer dibujo…`”.

Aquella noche, Salvador padre permaneció en vela, acosado por la duda irresoluble de si se debía o no se debía haber borrado el dibujo. El quinto día su hijo hizo el Baco demasiado grande, al punto que los pies quedaron fuera del papel; una falta mayor que la de la pequeñez anterior. Decidió borrarlo y el tiempo se le terminó. Cuando salió al patio de la academia y le comunicó al escribano lo sucedido, vio brillar una lágrima en sus ojos. “Si no te aprueban –le dijo éste, procurando consolarlo– será culpa mía y de ese imbécil del portero. Si tu dibujo era bueno, como parece que lo era, ¿qué importaba que fuera algo mayor o menor?”

El padre, junto a Dalí y a Gala
El padre, junto a Dalí y a Gala

“Entonces – nos cuenta Dalí -, agucé mi malicia y contesté: ´Es lo que le decía. Si el dibujo está bien hecho, los profesores han de apreciarlo a la fuerza`. (…) Mi padre se mesó meditativamente uno de los mechones de pelo blanco que crecían a ambos lados de su venerable cráneo, herido en lo vivo por el remordimiento. (…) Sus azulados ojos habían tomado una expresión de infinita amargura en los dos últimos días, y el mechón de cabellos blanco, del que solía tirar en sus más crueles momentos de dudas y ansiedad, avanzaba rígido, como un cuerno dónde se condensase toda la tortura y toda la amarillenta y amenazadora hiel de mi problemático porvenir”.

Al día siguiente, Salvador terminó el dibujo completamente, con todas sus sombras, en apenas una hora. Se pasó la hora restante admirándolo, ya que jamás había hecho uno tan preciso. Al salir, le dijo a su progenitor: “Lo hice estupendamente. ¡Pero el dibujo es aún más pequeño que el primero que hice!”. “Esta observación cayó como una bomba -concluye el pintor-. El mismo efecto hizo el resultado de mi examen. Fui admitido con esta mención: ´A pesar de no tener las dimensiones prescritas, el dibujo es tan perfecto que se considera aprobado por el tribunal examinador`”.

Luis E. Altamira – [email protected]

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