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Crónicas al Voleo

La malograda utopía amazónica de Henry Ford

La malograda utopía amazónica de Henry Ford

Por Germán Tinti

En un recodo del caudaloso río Tapajós, justo antes de que se haga más ancho y recorra los últimos kilómetros hasta desaguar en el mismísimo Amazonas, la selva brutal deja ver, como si del fantasmal paisaje de una película post apocalíptica se tratara, un pequeño poblado abandonado que se erige como inmóvil vigía de los restos del desmesurado sueño de una de las personas más ricas e innovadoras de su tiempo. El despintado pero todavía claramente visible logotipo de una de las empresas automotrices del mundo en el tanque de agua del pueblo parece fuera de tiempo y lugar.

Nacido en el seno de una humilde familia de granjeros en la zona rural del Estado de Michigan, Henry Ford personalizaba en su época la encarnación del “sueño americano”. Desde la pobreza, con trabajo, dedicación, ingenio e innovación había creado un imperio industrial. A mediados de la década de 1920, la Ford Motor Company controlaba la producción de casi todas las materias primas que se utilizaban para fabricar el auto más vendido de los Estados Unidos. El gigante industrial de Detroit se autoabastecía de metal, cuero, vidrio y madera. Solamente un material indispensable para sus coches no producía la propia empresa: el caucho.

En 1887 el veterinario irlandés John Dunlop había desarrollado el primer neumático con cámara de aire para el triciclo de su hijo. A partir de entonces, la industria del caucho se convirtió en una de las más importantes del momento. Hasta 1912 el Amazonas fue la meca de este material, cuya explotación era controlada por empresarios brasileños, peruanos y norteamericanos, que utilizaban árboles de Hevea Brasilensis que crecían de manera salvaje en la profundidad de la selva tropical. Era cuestión de ir y tomar lo que la naturaleza generosamente ofrecía. Pero el explorador británico Henry Wickham logró llevarse miles de semillas del preciado árbol, con las que eventualmente se pudo hacer lo que nunca se había logrado en la selva amazónica: tener una plantación de Hevea Brasiliensis. Fue entonces cuando el control de la producción y el comercio del caucho cambió de manos y quedó en poder del que todavía era el Imperio británico.  Para 1928, la región del Amazonas -que en el pasado producía el 95% del caucho del mundo- satisfacía apenas el 2,3% de la demanda global.

A Henry Ford le disgustaba sobremanera tener que depender de los británicos y decidió crear su propia plantación de árboles de caucho. Se contactó con Washington Luis, Presidente de los Estados Unidos do Brasil, y acordó la compra –a precios siderales– de 11 millones de hectáreas en lo profundo de la selva amazónica, que servirían para crear las plantaciones de Hevea Brasiliensis que intentarían saciar el hambre de caucho de la industria automotriz.

Para cuidar las plantaciones, extraer el caucho, industrializarlo y embarcarlo con rumbo a Detroit, Hery Ford decidió construir su propia ciudad. En medio de la selva, con el río como único medio de comunicación con el resto del mundo (todavía faltaban más de 40 años para que empezara a proyectarse la construcción de la Ruta Transamazónica) surgió Fordlandia.

Ford, fiel al espíritu blanco y norteamericano de la época y a sus pocas creencias (White, Anglo-Saxon & Protestant, ma non troppo), había ordenado que se construyeran dos sectores diferentes en su ciudad, uno más refinado para los estadounidenses y otro más rudimentario (sin acueducto, por ejemplo) para los obreros y el resto de la población. Aquí es preciso indicar que Ford coqueteaba con el facismo y era abiertamente antisemita y en su concepto de ingeniería social quedaba claro que “juntos pero no mezclados” era un concepto fundamental.

La construcción de la ciudad fue caótica. En algunos aspectos se asemeja a la odisea de Fitzcarraldo intentando transportar un enorme barco a través de una montaña en la película de Werner Herzog. Pese a los altos salarios que pagaba, le fue imposible mantener una población de trabajadores y la construcción de la ciudad se dilató. Para colmo Ford no pudo amortiguar los gastos con la venta de la madera producto del desmonte por la mala calidad del material.

Recién en 1931, cuando Archibal Johnston se hizo cargo del proyecto en calidad de “gerente” de la ciudad, se pudo finalizar su construcción. Finalmente Fordlandia estaba lista y era genial. Había teatro, salón de baile, casas de excelente calidad, instalaciones sanitarias e industriales, escuela y hospital. Estaba todo para comenzar a enviar el ansiado caucho para la industria automotriz más importante del mundo. Solo faltaba un detalle: no se producía caucho.

Henry Ford tuvo en cuenta todo salvo un detalle que terminó siendo fundamental: las plagas. En las plantaciones artificiales que los británicos hicieron principalmente en África, la Hevea brasiliensis no tenía plagas que la depredaran, en la selva amazónica fue fácil presa de ellas, frustrando los proyectos de autoabastecimiento.

Sin tetas no hay paraíso. Sin caucho no hay polo industrial en medio de la espesura selvática. Fordlandia fue languideciendo lentamente, como el manso devenir del Tapajós rumbo al monstruoso Amazonas. La gente fue abandonando el pueblo de a poco, llevándose lo indispensable y dejando casi todo. La selva fue ganando las construcciones e invadiendo el salón de baile, las casas, la escuela, el teatro, la iglesia. En los estantes quedaron las vajillas, en las bibliotecas los libros, en las cocinas las ollas.

Henry Ford murió en 1943. Por entonces poco se hablaba de Fordlandia en su entorno, aunque aún era propiedad de la compañía. Recién cuando su nieto, Henry Ford II, asumió las riendas de la empresa, se comenzó a considerar que hacer con el chiche del abuelo. Para entonces el pueblo perdido en medio de la selva, a casi 6.000 km. de las oficinas de Detroit, era un gastadero de plata que no tenía ningún sentido. Lo más fácil era deshacerse de esa mochila y devolvérsela al Estado brasileño.

En la actualidad, unas dos mil personas ocupan las casas de Fordlandia. A pesar de los años de abandono las construcciones son firmes y resistieron con solidez el paso del tiempo. La selva, poco a poco, va recuperando lo que Henry Ford quiso tomar. El verde indomable, ramificándose entre los muros y las habitaciones vacías, vuelve a tomar lo que es suyo.

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