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Rimbaud antes del infierno

Por Luis Eliseo Altamira

 

Jean Arthur Rimbaud escribió entre los 15 y los 21 años algunos de los versos más aclamados del siglo XIX. A partir de entonces, renegó de la poesía (de la que llegó a decir: “Esa mierda…”) y viajó por Europa (muchas veces a pie), Asia y Africa, donde amasó una pequeña fortuna traficando armas. Murió un 10 de noviembre de 1891, a los 37 años, luego de que le amputaran una pierna.

Jean Arthur tenía cinco años cuando nació la última de sus cinco hermanos. Entonces el capitán Frédéric Rimbaud, el padre, se fue y no volvió más. Vitalie Cuif, la madre, se declaró viuda y se mudó al barrio obrero de Charleville, al número 75 de la calle Bourbon, dónde el oído vidente de Jean Arthur escuchaba, como un susurro, la voz de Sting, cantando: “There´s a moon over Bourbon street tonight…”.

En 1865 Jean Arthur ingresa al colegio secundario municipal de Charleville (tiene once años), donde “rápidamente destaca como un alumno brillante y superdotado”, según el Wiki. (“La impronta de Vitalie”, me acota Antonin Artaud, que se encuentra al lado mío. “¿Usted cree?”, le digo. Sin pronunciar palabra, el poeta abre un diccionario de biografías que tiene sobre las piernas y busca Rimbaud. Lee, señalando las palabras con el dedo: “Vitalie Cuif: figura rígida, obsesiva con las responsabilidades y vigilante en la educación de sus hijos”. “Pero – continúa Antonin, después de cerrar el libraco –, el que siembra vientos, cosecha tempestades”. “¿Por qué dice?”, le pregunto. “¿Oyó usted hablar del impulso de rebelión nato e innato de todo genio?”).

Prosigo. “Compone en latín fluidos poemas, elegías y diálogos. En julio de 1869 participa en un concurso académico de composición en latín, que gana con facilidad. El director del colegio dice de él, entonces: ´Nada ordinario germina de esa cabeza, será un genio del mal o un genio del bien´ ”. (“Claro, ya había mostrado los dientes – acota Artaud -. ¿Ve lo que le decía? La poesía no es más que la savia del impulso de rebelión de ese árbol de voluntad pura, llamas de un fósforo perpetuamente encendido que era Rimbaud (“Gambó”, pronuncia), porque… “.

Sí, sí, sí. Pero, lamentablemente, tenemos que volver al mundo del entendimiento común. En 1870, Jean Arthur se hace amigo de Georges Izambard, su profesor de retórica apenas seis años mayor, quién le pasa “Los Miserables”, de Víctor Hugo, y lo introduce en la poesía parnasiana. El 24 de mayo de ese año, Rimbaud le escribe una carta a Théodore De Banville, director de la revista “El Parnaso contemporáneo”, en la que le manifiesta tener dieciocho y querer convertirse en parnasiano o nada. Le adjunta tres poemas que, ahora, De Banville publicaría, publicaría y publicaría.

Obviamente, Jean – Arthur ya soñaba con ir a París, conocer a sus más encumbrados poetas y empaparse del espíritu revolucionario de la época. Sentía, iracundo, que estaba perdiendo el tiempo en Charleville, dónde se paseaba con carteles que decían “Muera Dios”, “Viva el p…”, y cosas por el estilo.

La madre, desesperada, acudió a lo de una adivina brasileña, la más renombrada de Charleville, para consultarle sobre el futuro del monstruito. En la bola de cristal, la mujer veía pasar páginas y páginas de libros en las que leía cosas como éstas: “Eternidad es la mar mezclada con el sol”; “La voz del mar, como inmenso jadeo”; “Iré, cuando la tarde cante, azul, en verano, / herido por el trigo, a pisar la pradera; / soñador, sentiré su frescor en mis plantas / y dejaré que el viento me bañe la cabeza. / Sin hablar, sin pensar, iré por los senderos: / pero el amor sin límites me crecerá en el alma. / Me iré lejos, dichoso”.

“¡Será um poeta do caralho!”, se le escapó a la brasileña, momentáneamente estremecida. “¿Qué dice?”, le preguntó Vitalie. La adivina no contestó. “Agora vejo um tubarao branco…”. “¿Cómo dice?”, la inquirió nuevamente Vitalie. “Veo un tiburón blanco subiendo desde las profundidades, con la boca abierta, inmensa… En la superficie hay un hombre nadando… El hombre es pelado y gordito…”. (“¡C´est Verlaine, c´est Verlaine”, me susurra, agitado, Antonin. “Sí, yo pensé lo mismo”, le contesto, también por lo bajo).

Jean Arthur Rimbaud y Paul Verlaine.

Después de una temporada en París y de regreso en Charleville (dónde escribe las famosas cartas del vidente (el poeta debe hacerse vidente y la única forma de lograrlo es con un largo, inmenso y racional desarreglo de los sentidos, etc, etc)), decide, por sugerencia de su amigo Charles Bretagne, escribirle a Paul Verlaine, ya por entonces eminente poeta simbolista.

En la misiva, Arthur le adjunta el poema “El Barco Ebrio”, en el que dice, entre otras cosas: “Mientras descendía por Ríos impasibles, / más sordo que los cerebros de los niños / más liviano que un corcho dancé sobre las olas / llamadas eternas arrolladoras de víctimas, / ¡diez noches, sin extrañar el ojo idiota de los faros! / Más dulce que a los niños las manzanas ácidas, / el agua verde penetró mi casco de abeto / y las manchas de vinos azules y de vómitos / me lavó, dispersando mi timón y mi ancla. / Yo sé de los cielos que estallan en rayos, y de las trombas / y de las resacas y las corrientes”.

Verlaine le responde: “Ven, querida gran alma. Te esperamos, te queremos”. Antes de cerrar el sobre, mete un boleto de tren a París que será el puntapié inicial de “Una temporada en el infierno”.

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