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Crónicas al Voleo

Un bluesman en la encrucijada

Un bluesman en la encrucijada

Por Germán Tinti

Apenas se conservan un par de fotografías. Tan solo grabó 29 canciones que preservaron en el tiempo su voz y su particular modo de tocar la guitarra. A duras penas se puede reconstruir su derrotero por los polvorientos caminos que se entrecruzan, se bifurcan y siempre mantienen al viajero cerca del imponente Misisipi.

Como un fantasma, llegaba en silencio y desaparecía sin que nadie lo notara. Los extensos algodonales del sur profundo de los Estados Unidos segregacionista, donde los negros doblaban el lomo cantando sus penas con nostalgiosas melodías que llegaban desde lo más recóndito del continente africano atravesando mares y generaciones, fueron su escenario.

Un bluesman en la encrucijada

En los tugurios suburbanos –donde los obreros anestesiaban sus frustraciones con alcohol barato y chicas pendencieras; donde un gesto equivocado podía terminar en pelea– ofreció con su gastada Gibson L-1 unas sencillas canciones que sentarían las bases definitivas del blues y el rock de todo el siglo XX (y XXI).

Robert Leroy Johnson había nacido en Hazlehurst, Misisipi, probablemente el 8 de mayo de 1911. Aunque ese dato (como casi todo en su vida) no está del todo comprobado. Por ese entonces su apellido era Spencer porque ese era el que usaba el marido de su madre… que no era su padre. Solo en la adolescencia tomó conocimiento que su progenitor era Noha Johnson y entonces adoptó ese apellido.

Robert y la música

Desde niño había tenido relación con la música. El arpa primero, la armónica después y definitivamente la guitarra, que se convertiría en su herramienta, su arma y su faro, su principio y su fin. Las poco documentadas crónicas indican que al principio no era un buen músico. Intentaba compartir escenarios con figuras indiscutibles como Charlie Patton o Son House, pero lo cierto es que le rehuían. Y generalmente lo dejaban solo en las improvisadas tarimas.

Un bluesman en la encrucijada

Antes de cumplir los 20 se casó con Virginia Travis, pero un año después la joven esposa murió cuando daba a luz a su hijo, quien tampoco sobrevivió. Robert llegó un día tarde al sepelio. Había prometido a Virginia establecerse y dedicarse a las tareas rurales, pero los caminos y el blues lo llamaban insistentemente y no pudo negarse. Después de la tragedia se potenció su afición al bourbon, a los amores fugaces y a las riñas en los bares. Se destacaba más por esto que como artista.

Poco tiempo después de la muerte de su esposa y su hijo, Robert Johnson dejó de ser visto en los sitios que solía frecuentar. No reapareció sino hasta casi un año después y dejó a medio mundo boquiabierto. Su técnica con la guitarra había mejorado notablemente, había desarrollado un estilo propio que en poco tiempo lo convirtió en una verdadera celebridad de la región del Misisipi.

Su halo misterioso fue el abono ideal para que la leyenda de que había vendido su alma al diablo a cambio de un talento inigualable germinara y floreciera rápidamente. Según este mito, Johnson había ido al cruce de la 61 con la 49, en jurisdicción de Clarcksdale (aunque otros aseguran que la cosa fue en Rosedale, en el cruce de la 1 con la 8). Allí esperó hasta la medianoche. En ese instante sin tiempo el diablo se hizo presente, tomó su vieja Gibson, la afinó y se la devolvió. El hechizo estaba listo, los dedos de Robert se deslizaban sobre las cuerdas con soltura y gracia.

Un bluesman en la encrucijada

Encrucijada

Desde tiempos inmemoriales los cruces de caminos representan hitos importantes para pueblos nómades y para todo aquel que no encajara en los cánones sociales de cada momento histórico. En la Edad Media en las encrucijada se enterraba a los suicidas y a todos quienes no podían recibir sepultura en los cementerios. Los gitanos también tenían esa costumbre; porque esos significaban el final del camino para los muertos y el inicio de uno nuevo para los que estaban vivos. También en la tradición africana las encrucijadas son portales para seres de otras dimensiones. Sitios donde se podía entrevistar al “hombre de negro”, “Papa Legba”, “Mandinga”, “Satanas”, “El Maligno” o cualquiera de las formas de llamar a ese ser sobrenatural que atraviesa religiones y culturas de todas partes y de todos los tiempos.

Una explicación más terrenal y menos mística de la asombrosa mejoría de Robert Johnson como guitarrista y bluesman es que durante su ausencia estuvo tomando clases y practicando con figuras que también tenían cierto renombre en la región Se ha establecido que Ike Zimermann fue su principal mentor y que solían ir a ensayar al cementerio de Clarcksdale en las noches. Esta hipótesis es mucho más probable, pero menos interesante.

Robert no desmentía los rumores del pacto diabólico, más bien los alentaba con algunas de sus canciones como “Crossroads Blues” o “Me and the Devil Blues”.

«Mi vida entera ha estado marcada por la obra de un solo hombre. Lo está mi vida y todo aquello que me motiva a hacer lo que hago. Es indiscutible. Y, aunque acepto que él ha sido la piedra angular de mis cimientos musicales, no lo considero una obsesión, sino un punto de referencia que me ayuda a encontrar mi camino cuando estoy a la deriva. Obviamente estoy hablando de la obra de Robert Johnson» dijo Eric Clapton cuando lanzó el disco “Me and. Mr. Johnson”, en el que versiona muchas de sus canciones.

Un bluesman en la encrucijada

La lista de músicos que reconocen su influencia es interminable. Basta nombrar a figuras como John Fogerty, Bob Dylan, Brian Jones, Johnny Winter, Jimi Hendrix, The Yardbirds, Led Zeppelin, The Allman Brothers Band, The Rolling Stones, Paul Butterfield, Queen, The White Stripes, The Black Keys, The Band, Neil Young, Warren Zevon, Jeff Beck y Nick Cave para tener una impresión aproximada. Keith Richards lo llama “El Supremo” y cuenta que la primera vez que lo escuchó preguntó quién tocaba la otra guitarra. No podía creer que todo eso lo hiciera una sola persona.

Un bluesman en la encrucijada

Mujeriego irredento, una noche de agosto actuaba en “Ralph’s Place”, en el pueblo de Three Forks. Cantaba “Love in vain blues” y no dejaba de mirar a la mujer del dueño de boliche. Al concluir la canción, la propia mujer le acercó una botella de whisky abierta. Y Robert bebió la estricnina. Tras varios días de agonía, murió convulsionando en la casa de un amigo. Mientras deliraba, repetía: “Ya vienes por mí, ya vienes”. Tenía 27 años y si bien no lo sabía, ya era inmortal.

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