AG Noticias
Crónicas al Voleo

Un principado flojo de papeles

Por Germán Tinti (especial para Crónicas al Voleo)

Seborga es un pueblito de poco más de 300 habitantes, ubicado a pocos kilómetros de la frontera entre Italia y Francia, a tiro de piedra de San Remo y a menos de una hora en auto de Montecarlo. Bien podría haber sido escenario de algún anuncio de aperitivo, o de los cigarrillos que fumaban Claudia Sánchez y el Nono Pugliese en su glamoroso raid publicitario de los años 80. Tranquilamente por sus callejas podrían haber corrido alguna de sus aventuras Roger Moore y Tony Curtis cuando personificaban a Lord Brett Sinclair y Danny Wilde en Dos tipos audaces (The Persuaders!). El paisaje es prácticamente idílico: montañas, vides, olivares, el mar de Liguria como horizonte. Falta Domenico Modugno cantando “Ciao, ciao bambina” mientras el mozo sirve el vermout en la Piazza San Martino a la tardecita y tendremos el cuadro ideal del perfecto aristócrata crepuscular.

Un día de 1960, después de años estudiando concienzudamente libros y documentos históricos, Giorgio Carbone –periodista nacido en este pueblito, apasionado estudioso de la historia de su terruño, que también era el presidente de una cooperativa de floricultores, un personaje popular en un lugar donde (como es habitual) todos se conocen– llegó a la conclusión de que Seborga no formaba parte de la República de Italia y era, en realidad, un territorio autónomo.

Cosa de locos

¿Delirante? Más vale, pero con algunos fundamentos bastante convincentes. De acuerdo a lo sostenido por Carbone, desde el Siglo V hasta 1739 Seborga fue un principado independiente. Ese año el Rey de Cerdeña, Víctor Amadeo II compró el territorio, pero la transacción no fue registrada en el reino sardo y –por ende– el municipio no fue tenido en cuenta cuando en el Congreso de Viena de 1815 se redistribuyeron los dominios europeos tras las Guerras Napoleónicas. Tampoco se menciona a Seborga en la unificación del reino de Italia en 1861. Inclusive se menciona un documento firmado por Mussolini en 1934, en el que se expresa que “el Principado de Seborga no pertenece a Italia”.

La conclusión, vista desde este ángulo, es inevitable: “Somos independientes –habrá pensado Carbone– y si yo soy quien se dio cuenta, yo debo ser el líder de mi pueblo”. La idea cayó muy bien entre los habitantes de Seborga. Se sabe que en estos pueblitos que son poco más que un caserío, hay pocas cosas con qué distraerse. Bien podría decirse que fue una joda que quedó.

Por eso, en 1963 Giorgio Carbone fue elegido por voto popular como Príncipe, lo que convertiría a Seborga en una de las monarquías más democráticas del mundo. El nuevo “monarca” tomó el nombre de “Su Tremendidad Giorgio I de Seborga”.

Festejando y creando

Todo muy simpático, la gente se entretiene, hay nuevos temas de conversación, en las tabernas se vende más vino y salammi. Pero los seborghini se tomaron muy en serio la cuestión e informaron de la existencia del Principado al gobierno italiano. No resulta difícil imaginar a los empleados de la repartición notificada leyendo la carta en voz alta entre las risotadas de los allí presentes, hacer algunas bromas que incluían palabras como “catzo” o “vaffanculo” y –acto seguido– enviar la nota al archivo y olvidarse del asunto.

El silencio fue entendido como aceptación y los habitantes de este principado flojo de papeles avanzaron en su idea. Crearon la bandera y el escudo de armas, compusieron el himno, emitieron su propia moneda (el Luigino cotiza a poco menos de cinco Euros) y conformaron la guardia de honor principesca, conformada por una docena de efectivos de la policía local, que visten camisas y boinas celestes.

Italianos, pero no tanto

Todo esto se realiza en armónica convivencia con la administración estatal regida por las leyes italianas. Los habitantes de Seborga son, en definitiva, ciudadanos de ese país, pagan impuestos y reciben servicios. El principado es de consumo interno y tuvo el efecto no previsto inicialmente de aumentar el flujo turístico. Cada vez más viajeros se alejan unos pocos kilómetros de la autovía que vincula la Costa Azul francesa con Génova y hacen un paseo por sus estrechas callecitas.

Si bien todo este asunto está más cerca de lo lúdico que de lo geopolítico, existen un par de hechos que han debido dirimirse en los estrados judiciales. Uno de ellos fue la demanda entablada por Yasmin von Hohenstaufen (descendiente de Federico II von Hohenstaufen, quien fue rey de Sicilia, Chipre y Jerusalén, y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico en el Siglo XIII). Reclamaba derechos sobre el trono de Seborga, en una trama que incluía a Caballeros Templarios, el Santo Grial y otras reliquias del cristianismo. Indiana Jones meets Dan Brown. La causa finalmente no prosperó.

Otro asunto que debió ventilarse en tribunales es un poco más mundano. El dueño del palacete en el que funciona la sede principesca reclamó al juez el pago de alquileres atrasados. Al parecer el asunto no llegó al pedido de desalojo y la Corte sigue funcionando en la antigua edificación.

A la cancha

Incluso, Seborga tiene su propio seleccionado de fútbol. Si bien no es miembro de la FIFA ni de la UEFA, integra NF-Board. Una organización para equipos que no son miembros de la FIFA y que representan a naciones sin territorio (Pueblo Gitano o Pueblo Arameo, por ejemplo) o territorios no reconocidos como estados pero que reclaman autonomía o independencia (Cerdeña u Occitania). Fueron admitidos como miembro provisional en 2014 y su entrenador es Fabrizio Gatti.

En 1993 el pueblo de Seborga ratificó a Su Tremendidad Giorgio I en su cargo de Príncipe y, además, declaró la independencia. Hubo festejos, brindis y cantos y al otro día todos volvieron a lo suyo. La declaración –obviamente– no tuvo efectos en la vida real.

Ratificado en su cargo, Giorgio Carbone “gobernó” hasta su muerte, en noviembre de 2009, a la edad de 73 años. Luego del “funeral de Estado”, los seborghi eligieron al empresario Marcello Menegatto como su sucesor.

Los sueños principescos de “Su Tremendidad” lo sobrevivieron. Hoy Seborga es un Principado imaginario que discurre su vida lejos del glamour, los yates, el lujo y las “celebrities” que caracterizan a su “hermano de sangre azul”: Mónaco. Es un bucólico pueblito de calles estrechas, andar cansino y agrestes murmullos de vida campesina. Casi un anónimo paraíso mundano donde el tiempo parece detenerse. Pero no se detiene.

nakasone